Atreverse a abrir los ojos




Por Roxana Heise


    Amanda está pálida, lleva cuatro días sin salir de casa, ha evitado ver a sus amigas y apenas se atreve a hablar. Acaba de descubrir que Patricio, su marido, tiene una relación paralela de más de una década, con Rosse, mujer 15 años menor. Además, se enteró de que ambos, frecuentaban su círculo de amigos, algunos de ellos, atendidos con diligencia y calidez, por esta dueña de casa abnegada, madre de cuatro hijos y abuela de dos nietos.

   Más de alguien al leer esta historia se preguntará: ¿Qué clase de hombre es Patricio? o ¿cómo es posible que Amanda no se haya percatado de la infidelidad de su marido? ¿Acaso alguien puede vivir engañada durante tantos años? En fin, las especulaciones podrían ser infinitas, los debates ligeros también; ese chismorreo que solo conoce las vísceras de quien lanza la primera piedra, con todo el dolor emocional escondido detrás. Lo cierto es que en este caso en particular, no tenemos más antecedentes que permitan formarse una idea definitiva y en donde abundan las opiniones, faltan razones de peso, que no sean las valóricas por todos conocidas. Porque engañar a alguien de ese modo, carece sin duda de la bondad y de la empatía que merece cualquier pareja que haya jurado fidelidad. En honor a la verdad hay relaciones abiertas, donde esto estaría permitido y no estamos aquí para juzgarlas.

   Si Patricio es un narcisista o un hombre de negocios con rasgos antisociales, no viene al caso. Amanda fue alcanzada por un meteorito y no desea hablar con nadie hasta que termine de recoger las piezas de su ser, esparcidas por el suelo. Solo ella sabe en donde encaja cada una y por más que le digamos, está en un momento en que la razón se apaga y la intuición aparece, de manera extraña, como una corazonada, que guía en medio de la oscuridad. ¿Qué viene ahora? Ella se plantea y se pregunta, mientras mira hacia atrás, tantos años recorridos, "décadas de amor", en que Patricio usaba el pretexto de los viajes de negocios, para encontrarse con Rosse. Cada vez que él regresaba, era agasajado con la mejor comida que Amanda podía prepararle, a su agotado marido.

   Replegada en su cuarto y a punto de cumplir 58 años, siente que ha salido de una burbuja protectora en donde estaba a gusto pero confundida los últimos cinco años. Algo andaba mal y no lograba definirlo. Patricio nunca dejó de quererla, eso dice hasta el día de hoy, cuando ella se pregunta con razón, si aquello era amor en realidad. Hoy, con el apoyo de dos de sus hijos, intenta acercar posiciones y mantener el techo de ese hogar, que incluye además unos cuantos cercanos. Ha decidido separarse definitivamente. Sabe que se trata de una decisión dura, tendrá que enfrentarse al prejuicio y a la preocupación por ser una mujer mayor en una sociedad que desecha a los más vulnerables. Ahora está craneando la manera de sobrevivir e iniciar algún negocio vendiendo parte de su patrimonio, pero lo que más le ocupa ahora son sus contradicciones y ese monólogo interno que repite: ¿Cómo no pudiste verlo, si estaba frente a tus narices.

  Amanda se cuestiona el haber sido engañada doblemente: primero por el infame de su marido y luego por su propia percepción. Sabemos que ciertos personajes carecen de empatía, al punto de maquinar un engaño con maestría; hablamos de narcisistas perversos y psicópatas integrados a la sociedad. Pero aun si ese fuera el caso, el autoengaño frente al hombre que construyó una imagen de la que ella quedó prendada, es evidente. Tanto así que Amanda sufre ahora ese sentimiento de culpa, que si no cura prontamente, se convertirá en un lastre en su camino hacia la independencia.

   Abrir los ojos y mirar de veras por primera vez, no es cosa de todos los días. Estamos acostumbrados a una cierta claridad, a esa luz cotidiana a la que nos habituamos con sus matices y sombras. Otra cosa es ese resplandor de la realidad, cuando se abre nuestro entendimiento y el corazón lo sabe y lo acoge, aun con el dolor. Se trata de un acto de genuino amor propio, es lo que vive ahora Amanda, que parece replegada sobre sí misma en la mecedora de la pequeña terraza con vista al mar, en la casa de veraneo de su hermano. Amanda está muda y ese silencio es el que habla por ella. Finalmente, tras mucho llorar, ha logrado tranquilizarse: fue engañada, pero también fue ingenua al no querer mirar la realidad; esos pequeños detalles o las ausencias prolongadas sin mayor justificación. Reconocerlo ha sido liberador, porque no hay peor cárcel que negar la realidad o subirse a la montaña rusa de una vida cimentada en una mentira cómoda, que perpetúa lazos insanos que no dejan crecer. Y como le ocurre a Amanda, salvando las diferencias, más de una vez en la vida, necesitamos reconstruirnos como el ave fénix, a partir de las cenizas, para poder volar.




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